Los otros terremotos
Ramón Alfonso Sallard
Los terremotos del 7 y 19 de septiembre en México destruyeron viviendas, oficinas privadas y edificios públicos en varias entidades del país. En algunas comunidades como Juchitán, Oaxaca, prácticamente no quedó construcción en pie. En Jojutla, Morelos, los daños fueron extremadamente severos. De un momento a otro, millones de personas constataron que todo su patrimonio había sido demolido, y centenares más perdieron el bien más preciado: la vida.
Pero la imagen más poderosa, la de cientos de personas atrapadas entre escombros, generó nuevos movimientos telúricos de magnitud aún no medida y réplicas de poderosa intensidad, sobre todo en la capital de la República, que amenazan los cimientos mismos de la nación, construida físicamente sobre sobre territorio altamente sísmico –el mayor del planeta--, pero también sobre el imaginario colectivo, a partir de símbolos que nos muestran como un pueblo elegido por seres superiores. Después de todo, el mito fundacional se sintetiza en una imagen: el águila, parada en el nopal, devorando a la serpiente.
Los nuevos terremotos no son medidos por el Servicio Sismológico Nacional, sino por otras variables de índole política, social y económica. El resultado no es inmediato y tiene un alto grado de incertidumbre, que habrá de clarificarse, acaso, en los comicios generales del próximo año, destacadamente en la elección para presidente de la República.
Los otros terremotos pueden derivar en una profunda transformación del país, pero también en una gran manipulación de la clase política toda, para simular un gran cambio, a fin de que todo siga igual. Los márgenes entre el Gatopardo de Lampedusa y un cambio real e incluso una sustitución de régimen, son tan amplios, que los análisis de prospectiva no anticipan rumbo.
Ambos extremos –asunto dialéctico-- están hoy en pugna y el resultado difícilmente se puede predecir, tal cual ocurre con los sismos. Si acaso, el actual régimen escuchará la alerta poco antes del derrumbe, o bien de manera simultánea, si el epicentro ocurre a poca distancia o en el mismísimo Valle de México.
La fractura que se abrió entre la sociedad civil y la sociedad política este mes de septiembre, sobre todo a partir del día 19, es profunda, de proporciones todavía no dimensionadas ni, mucho menos, medidas. Pero no es insalvable. La cooptación de liderazgos y la fragmentación de los nuevos empoderados, pueden hacer prevalecer a la minoría más grande, es decir, a la que ostenta actualmente el poder.
El primer terremoto es un fenómeno global que rebasó por completo al régimen mexicano, acostumbrado a la simulación, al control de la información, a la ceremonia pomposa y al discurso hueco de contenidos. La gran anomalía es la comunicación horizontal, producto, a su vez, de la Revolución Informática o del Conocimiento actualmente en marcha.
A finales del siglo pasado el politólogo Giovanni Sartori la denominó Revolución Multimedia y explicó cómo ésta había transformado al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns. La imagen había logrado desplazar a la palabra. La primacía de lo visible sobre lo inteligible nos llevaba a un ver sin entender, afectando con ello el pensamiento abstracto. Esto produjo sociedades teledirigidas.
En ese contexto, para conservar el poder o acceder a él, bastaba controlar los canales de comunicación de masas, sobre todo la televisión abierta. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX, la formación de la opinión pública estuvo condicionada a este esquema.
En el siglo XXI, sin embargo, los procesos de formación de la opinión pública se han modificado sustancialmente, y a gran velocidad, a partir de las nuevas tecnologías y de la masificación de éstas. Surgieron nuevas plataformas de comunicación que desplazaron a las tradicionales.
Hoy estamos inmersos en el fenómeno global ya aludido, cuyo impacto en las sociedades modernas sólo es equiparable al que tuvo en su momento la Revolución Industrial. En la actualidad ya no se mide solamente el rating de los programas de radio o televisión, o la penetración de las plataformas de comunicación original, sino que también se consideran las redes sociales y su infinita capacidad para reproducir un tema hasta convertirlo en viral.
Si bien el planteamiento de Sartori estuvo vigente durante muchos años, ya no vivimos en sociedades teledirigidas en las que prevalece un ver sin entender. La información institucional ha dejado de ser vertical, de arriba hacia abajo y sin posibilidad de réplica, para transformarse en un ejercicio inédito de comunicación horizontal entre ciudadanos y autoridad, como consecuencia del creciente acceso a plataformas de comunicación diversas y al uso masivo de redes sociales.
En la actualidad, difícilmente se puede silenciar una noticia desde el gobierno, como antes, dadas las características de la nueva Aldea Digital, y los usos y costumbres de sus nativos y migrantes. Tampoco es posible mantener durante mucho tiempo una mentira, o una noticia inventada, pues la comunicación horizontal se encarga de exhibirla y traspasar el costo político al impostor. El caso más representativo en esta etapa es el de Frida Sofía, la niña inexistente del Colegio Rébsamen de Tlalpan.
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Nuestro mito fundacional se sintetiza en una imagen: el águila, parada en el nopal, devorando a la serpiente. Esa era la señal que los dioses habrían revelado a nuestros ancestros para fundar la ciudad capital del gran imperio Azteca o Mexica, que dominó territorial, política y económicamente la parte central de Mesoamérica durante el período Posclásico Tardío. Pero los aztecas cedieron su lugar al control español, que lo consiguió a sangre y fuego, y lo mantuvo durante más de tres siglos. Los conquistadores, por cierto, tenían la encomienda de evangelizar a los herejes por encomienda del Dios Verdadero y Único.
Así, La Verdad Revelada se asentó primero en un islote del antiguo Lago de Texcoco, y después la grandiosa Tenochtitlan, con todo y centros ceremoniales, fue sepultada por los nuevos templos, construidos unos sobre otros, a fin de borrar todo vestigio del antiguo culto. El nuevo fanatismo, sin embargo, fue más allá: desecó el lago durante siglos y sobre él construyó la nueva urbe. Fue una decisión estrictamente económica, de negocios, de lucro: ganar terrenos para la construcción de nuevos asentamientos humanos. Como suele suceder, la avaricia se impuso a la fe.
La concentración humana continuó creciendo en los siguientes dos siglos. La mancha urbana se extendió por todo el Valle de México. En el siglo XIX, después de la Independencia, el Primer Imperio, la República, el Segundo Imperio, la República Restaurada y el Porfiriato, la capital padecía ya de gigantismo, para los parámetros de la época, pero era aún habitable. El Gran Monstruo que es hoy la Ciudad de México y su zona conurbada, empezó a edificarse después de la Revolución, con la migración del campo a la ciudad.
El país eminentemente rural que era México a principios del siglo XX, empezó a concentrar a su población, cada vez más, en zonas urbanas. Y en la capital, asentada principalmente en el suelo acuoso y movedizo del antiguo Lago de Texcoco, se dispararon los desarrollos inmobiliarios, aceitados por la corrupción. La demagogia gubernamental y el negocio entre funcionarios y constructores, pudo más que la seguridad de los habitantes de la urbe. El primer gran aviso de la catástrofe por venir ocurrió en 1957, cuando un gran terremoto destruyó edificios y mató gente. Derribó, además, un gran símbolo del país: la Victoria Alada, conocida también como El Ángel de la Independencia.
Si la política es un asunto de símbolos y de emociones, más que de razón; y si una imagen dice más que mil palabras, ver caer la estatua dorada que representa nuestra identidad como nación independiente, fue un golpe seco a la moral del régimen, pero no lo devastó. Los controles siguieron siendo efectivos durante tres décadas más.
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El terremoto de 1985 descompuso todo. El monolítico sistema político mexicano se fracturó. Fue en las ruinas de los edificios colapsados de la capital del país, donde inició la debacle del más antiguo régimen de partido de Estado que existía en el mundo. El pasmo del gobierno ante la tragedia, enfureció a la población. La protesta social creció por todos lados, de manera espontánea. En algunos casos, derivó en organizaciones civiles que poco tiempo después confluyeron en un gran frente opositor.
Dos años después del terremoto de 1985, el sector nacionalista del régimen se escindió del PRI bajo acusaciones de antidemocracia, corrupción y desvío del proyecto histórico de la Revolución al gobierno de Miguel de la Madrid.
En 1988, la sociedad civil ofendida e incipientemente organizada, cobró al Estado su estulticia y corrupción, votando masivamente por la oposición. Por primera vez desde 1929, la disputa del poder fue real. Sólo la manipulación electoral, ampliamente documentada, evitó el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas. Pero no pudo evitar que 9 años después, en 1997, se convirtiera en el primer opositor en gobernar la capital del país.
Pero la ciudad construida sobre el fango continuó con la misma dinámica de crecimiento inmobiliario, cimentada en la corrupción, a pesar de las nuevas normas de construcción, producto del terremoto de 1985. Cambiaron las siglas, pero no las mañas. La ilegalidad y la negligencia criminal se evidenciaron, nuevamente, el 19 de septiembre de 2017, justo 32 años después de aquel movimiento telúrico.
En apenas unos cuantos días, la Ciudad de México se ha constituido en el epicentro de nuevos terremotos y réplicas. Continuamos con ellos en las siguientes entregas.
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