Raquel Padilla entrevista a
Fernando Jiménez Gutiérrez
Por Raquel Padilla Ramos
Se presenta como soldado de tropa, pero Fernando es también miembro del kojtumbre, la costumbre yaqui, es decir la milicia religiosa que en carácter liminal toma el mando del pueblo durante la celebración de la Cuaresma. Por cuarenta días una vez al año, en su cargo de chapayeka o fariseo, Fernando duerme uniformado en el suelo, sin cobija debajo ni encima, mucho menos almohada; solo una poca de brasa ardiendo cerca de los pies en temperaturas a veces cercanas a los cero grados. Pero cuando el Sol se encuentra en el cenit, el calor también es una brasa, y es que en territorio yaqui por esas fechas cuaresmeñas, las noches son de invierno y los días de verano.
También durante la Cuaresma, Fernando, al igual que los otros chapayekas, debe permanecer en silencio la mayor parte del tiempo, y hacer caminatas de 4 o 5 leguas entre pueblo y pueblo, soportando varias desveladas y amanecidas seguidas. Pero “Fernando es yaqui por los cuatro costados”, según me dijo un yori (hombre blanco) de Vícam cercano a él, y ese detalle agranda su compromiso y enaltece su manda. Fernando, pues, está entrenado para el sufrimiento.
Su nombre completo es Fernando Jiménez Gutiérrez. Me explicó que muchos yaquis “cambiaron su apellido para su protección […] como en el caso de nuestro apellido debe ser Jinabacaumea y no Jiménez”. En jiak noki la terminación mea significa “matar”, y el apellido de Fernando quiere decir “el que mató al orador”, y es que “los apellidos yaquis vienen de logros y vivencias de guerra, me imagino que mi antepasado mató a un orador de otra tribu”.
Fernando es topógrafo para subsistir, pero es miembro del kojtumbre, sabe de historia, dibujo, ley yaqui y milicia yaqui, para VIVIR, o sea para SER. Y es que Fernando entiende bien la diferencia entre el deber y la devoción, entre el convenio y la convicción, entre la obligación y el tekipanoa que es el trabajo ritual yaqui. Desde que inició el movimiento por la defensa del Río Yaqui en 2010, Fernando se sumó a él, distinguiéndose como hábil operador, compañero fiel y una persona en cuyas manos se podían apostar complicadas comisiones. Conoce bien los linderos del territorio étnico, es bueno con la palabra y de maniobras arriesgadas, es como un soldado de infantería.
Hace un par de días, Jiménez Gutiérrez fue detenido en un operativo muy similar al que puso en cautiverio al vocero del movimiento y secretario de la autoridad tradicional en Vícam, Mario Luna Romero. Hubo variantes, por supuesto. Durante quince días Fernando permaneció oculto, viviendo a salto de mata y durmiendo en donde se podía. Tuvo que cambiar de hábitos y alternar rutas. Para ir a trabajar, por ejemplo, tomaba un sendero por el monte o la vía del ferrocarril. El día que decidió hacerlo por las calles de Vícam (simbólico 23 de septiembre), lo detuvo la Policía Estatal Investigadora. Sabe que bajó la guardia. Eran las 06.30 horas. Un amigo que iba en bicicleta vio todo y avisó a sus familiares casi inmediatamente.
Fernando fue encapuchado, lo insultaron y amenazaron con que se lo llevaría la que rima con jerga, y a lo largo del trayecto en una camioneta pick up de Vícam a Hermosillo, le golpeaban las costillas para obligarlo a denunciar a otros compañeros, el paradero de Tomás Rojo y la participación de los agricultores de Cajeme en el movimiento. Fernando estaba mentalizado y fuerte, de modo que cuando quisieron convencerlo de que otros miembros del movimiento lo habían inculpado, él no creyó nada. La camioneta en que viajaban era escoltada por varias patrullas adelante y atrás, como si se tratara de un capo de la mafia.
Esa mañana del 23, Fernando cargaba un regalo para su hijo del mismo nombre, que cumplía 14 años. Cuidó el obsequio más que a sí mismo y lo puso en manos de su abogado en cuanto lo visitó en el CERESO I de Hermosillo. A su madre y a su esposa les negaron el acceso ayer para verlo, pero el abogado consiguió que lo hicieran por espacio de cinco minutos.
Hoy, jueves de visita, fui a ver a mi amigo Fernando. Al principio me impidieron la entrada arguyendo algo que desde el año 88 me suena muy conocido: “Se cayó el sistema”. Cuando este fue restablecido, pasé a una salita, luego una ventanilla donde me tomaron mis generales, fotografía y huellas dactilares. Al enterarse de que Fernando de la Tribu Yaqui era el preso a quien visitaría, la encargada tomó mi credencial de elector y se la llevó a un hombre; al parecer era el comandante. Se acercó y me dijo que Jiménez no podía recibir visitas. Le pedí entonces que le diera un recado. “No tengo contacto con Fernando”, contestó, a lo que yo argüí: “Pero tiene contacto con alguien que tiene contacto con él; solo dígale que vino Raquel a verlo, es todo”.
No sé si fue por piedad, pero entonces quien supongo era el comandante, decidió que yo pasara. Crucé ese laberinto material y simbólico que es la cárcel, transité por áreas de miradas intensas y de sellos en la piel, por cuartos de revisión y pasillos eternos, por recovecos guadalupanos y rejas de dolor. Fernando salió al patio de visita vestido con overall naranja, llamado chetín en el argot carcelario y que es la indumentaria que deben portar los reos peligrosos. Eso lo tenía muy enfadado pero le comenté que era mejor así, para que los presos no se metieran con él. Me hizo ver que el trato que ha recibido en general es bueno, que la yegua (comida) es horrible y que los VIP eran llamados maiceros. Comparte espacio con gente joven que le dicen “el papá” y orgullosos le llaman a gritos cuando sale en la televisión alguna noticia suya.
Su celda es la “carraca” 23 y según indica el uniforme, él es el preso número 26. Fernando sonríe y es optimista, sabe que no hay elementos jurídicos para mantenerlo en el CERESO, pero está consciente también de que lo suyo es una prisión política y que pueden tenerlo allí más tiempo para desestabilizar el movimiento. Me pidió le llevara un cuaderno y una pluma para escribir, y que lo ayudara a esparcir el siguiente mensaje:
“Sé que mi sacrificio no es en vano, sé que mi prisión, como la de Mario, puede ayudar a recomponer y fortalecer el movimiento. Hay muchas cosas por las que los yaquis debemos sentirnos orgullosos y una de ellas es nuestra historia de defensa del territorio yaqui y el agua. La lucha no la detiene nadie.” Yo con esto confirmo que es con sus palabras que Fernando Jiménez o Fernando Jinabacaumea puede matar a un orador o hasta a un gobernante, y así como matar, puede dar vida a un movimiento indígena surgido para la salvaguarda de un pueblo digno y persistente.
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