lunes, 24 de junio de 2019

Buaisacobe Etchojoa donde el despojo es común

Por  Myrba Valencia Banda


Buaysiacobe en lengua yoreme significa: lugar donde crece el zacate lana. Como ejido, Buaysiacobe (municipio de Etchojoa) tiene sus inicios en 1930 cuando, organizados por líderes del gobierno mexicano y uno que otro indígena, más de 200 hombres y una docena de mujeres empezaron desmontar, sembrar y cuidar cerca de 6 mil hectáreas. Inicialmente todos eran yoleme o yoreme, “el que respeta”, como nos llamamos a nosotros mismos, aunque el resto de la gente nos conozca como indígenas mayo.
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Para el 6 de enero de 1939, el presidente de la República Lázaro Cárdenas vino a decirles: “Esta tierra ya es de ustedes” a 217 yoremes (208 hombres y 9 mujeres), 28 agraciados (los que recibieron, en este caso, tierras, sin haber trabajado para merecerla) y 38 ingresantes, éstos últimos quienes vinieron desde la sierra de Álamos y de las comunidades yaquis –hermanos de los mayos–, y a todos se les recibió de lo mejor compartiendo con ellos el territorio propio, su casa, ahora con el pomposo nombre de parcela ejidal. La siguiente década fue de más trabajo, búsqueda de apoyos y socios poderosos que les ayudaran a cuenta de dos o tres cosechas a terminar de desmontar.

Para 1951 los 283 ejidatarios, recibieron sus documentos y empezaron a cosechar los frutos del esfuerzo de haber perseverado, se maravillaban de lo que obtenían cada ciclo agrícola, y así las penurias de ser yoreme iban quedando lejos, cubiertas con la algarabía de la trilla y el pago del trabajo familiar encabezado por cada jefe de familia, dueños cada uno de 20 hectáreas de cultivo, posesión que les hacía dueños de un  patrimonio de sustento para heredar a su progenie; en una parte importantísima del Valle del Mayo, cuyo río del mismo nombre abasteció de agua las tierras tan ricas que, a la fecha, son todavía parte del motivo de acoso y despojo por parte de los modernos latifundistas.

Ya con los “papeles” de la tierra todo marchó muy bien, no faltaba quien ganaba más que otro, pero había aceptación y hasta felicidad; este gusto duró menos de lo imaginado. En 1992 les fue anunciado que el gobierno tan justo y tan bueno quería igualdad y que ahora les traería nuevos títulos que les permitiría vender la tierra y no tener que aguantar al vecino y a los rateros y a nadie. La identidad yoreme, medio dormida, todavía anunciaba su regreso, pero nadie lo advirtió pues una nube de ilusión invadía el ejido.

Hay razones de sobra para saber que había todo un plan armado, pues inició la etapa del “rentismo”: llovieron los agricultores ofreciendo dinero a manos llenas, hasta parecía que era a cambio de ningún esfuerzo. Los “inversionistas” desde entonces vienen una y otra y otra vez, hasta que consideran haber soltado algo significativo a cuenta de renta y les dicen que ya la tierra estaba pagada, o con una cantidad igual a la deuda, ellos amablemente comprarían la tierra o exigían el pago inmediato de lo prestado. De esta manera, perdieron sus tierras los antiguos habitantes de El Rincón Verde, donde la prosperidad crecía a la par que la vegetación y el pasto para sus pequeños hatos de ganado de subsistencia alrededor de la laguna que, cada que tiempo, pues aún tiene memoria, recibe agua y acaba con casas y demás, recordándole a la gente de Buaysiacobe, quiénes son y lo que ha sido de sus vidas.

A más de 100 años de su fundación, la comunidad de Buaysiacobe hecha ejido a mediados del siglo XX, cuenta con cerca de 5 mil habitantes, sin contar quienes cada verano migran a la costa de Hermosillo o Caborca y ya no regresan, o los que se fueron un día a las fábricas de la frontera del estado o a las de Baja California y los que  cruzaron “pa’l otro lado” los menos, pero que todavía dicen kaita tomi (no hay dinero) buite buite (apúrate, apúrate); inapo enchi watia (te quiero), por mencionar algunas expresiones  en nuestro idioma originario.

Los primeros habitantes de Buaysiacobe se asentaron alrededor de la laguna, provenientes principalmente de las congregaciones del pueblo de San Pedro –que, por cierto, fue despojado en 1994 de su título como unos de los ocho Pueblos Mayos de Sonora–, otros más que bajaron del legendario cerro del Bayajorit a cuyos habitantes salvó de morir ahogados en una tremenda inundación. Era entonces una comunidad con un futuro promisorio, más aún con la tierra que se les otorgó como ejido. ¿Qué ha sido de ese sueño? Habría que preguntarles a los ricos, pues los yoremes, los ejidatarios, los verdaderos dueños de la tierra vivimos esperando a que se nos regrese la ilusión, la justicia y el sueño de ser un pueblo próspero.

A algunos de ellos les arrebataron 10 hectáreas, pero el comprador siembra 12 o más y sólo les deja 8 hectáreas o menos para rentar y poder mal comer. A otros más les compraron a conveniencia donde se le hizo bueno al rico y les negoció a cambio de tierra con otro ejidatario, pero todos esos arreglos se hicieron sólo de palabra.

Por otra parte, las instituciones de atención a los indígenas han destrozado la infraestructura de servicios básicos. Y a la gente que sobrevive del jornal campesino no le queda ni tiempo ni dinero para organizarse; menos, para iniciar la búsqueda de justicia. Además, si confía a las autoridades agrarias, sólo les hacen dar vueltas  llevando copias y más copias de sus documentos y papeles sin resultado alguno. Se termina la administración ejidal cada 3 años y, al llegar otros, hay que iniciar el proceso de nuevo. Mientras tanto, como la planta en tierra pobre, las familias se reproducen con presteza, pues el mundo se acaba para ellos antes que el de los yoris (hombre blanco), ellos tienen la tierra, el dinero y las influencias para comprar a las instituciones y apoyar el despojo de quienes conocen el secreto de la supervivencia humana: los pueblos y comunidades indígenas y sus congregaciones, llámese grupos de gente o ejidos.

La geografía que tenemos la dicha de habitar y vivir como in kaari (mi casa), que en la cultura mestiza se conoce como “hábitat” o nuestro territorio, en general ayudó al yoreme a subsistir y más que eso a persistir hasta nuestros días.
En 1917, después de servir a las fuerzas revolucionarias, Dolores Valencia Molina llegó a vivir a los campos de Buaysiacobe, del municipio de Etchojoa, Sonora, como jornalero de los acaudalados de entonces. También vendía leña a sus vecinos, mientras su esposa, María Luz Arenas, se dedicaba a fabricar utensilios, con el barro que obtenía del cerro de Babucawi (en mayo: cerro donde hay barro o lodo para hacer cerámica). Así lo encontró el movimiento de lucha por la tierra.

En 1939 se fundó el ejido de Buaysiacobe, con más de 6 mil 600 hectáreas y 283 ejidatarios. Al recibir la tierra tuvo que trasladarse a ocupar su espacio correspondiente en el pueblo, donde siguió trabajando, esta vez acarreando agua de los pozos a las familias, pues no había agua potable y él era un hombre de gran complexión y fuerza. La gente, hasta la fecha, lo recuerda como un gigante de manos y pies muy grandes, a quien mi madre –niña aún–, Francisca Banda Valenzuela, le temía.
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La mayoría de los ejidatarios hacían producir sus 20 hectáreas, salvo Dolores Valencia Molina que, cuando todos sembraban sus tierras, él seguía subsistiendo de la leña que le daba parte de su terreno, donde vivió con su familia, en el cerro Babukawi conocido también como “El Cerrito”, por ser el más pequeño de los cercanos al ejido Buaysiacobe; así fue como se le respetó su hogar, situándose justamente al extremo sur del terreno del ejido. De esa forma transcurrió su vida.

En 1962, José Ángel Valencia Zamora, bisnieto registrado por Dolores Valencia Molina, acordó con el señor David Rochín Ley desmontar las más de 20 hectáreas en la fracción 8-95-88.85 hectáreas, quien se cobró sembrando por un tiempo acordado y posteriormente siguió sembrando a cuenta de renta. Cuando José Ángel Valencia Zamora acudió a las autoridades del Módulo de Riego para el empadronamiento de su tierra de siembra la respuesta fue que “no podía tener padrón” por ser el último pedazo de tierra y lo separaba del resto del ejido el dren que aún funciona. No obstante, se tiene copia de un documento con fecha de 1982 donde él y las autoridades ejidales solicitan el Padrón de Usuario de Riego a la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH).

Al fallecer José Ángel Valencia Zamora, su esposa Francisca Banda Valenzuela recibe la tierra y empieza nuevamente a tratar a David Rochín Ley, de quien refiere nunca ha recibido trato humano y no recuerda haber firmado contrato de renta, salvo en una ocasión porque su secretaria, llorando, le suplicó firmar un contrato sin llenar, pues de negarse ella sería despedida. A la decisión de no rentar más su parcela, se hizo caso omiso y sembró el ciclo pasado sin pagar un solo peso, lo cual quiso repetir este año, pero le fue impedido ya que los ejidatarios frenaron la trilla, hasta que pagó ante el Ministerio Público del estado de Sonora la renta por las dos últimas cosechas.

El despojo se ha facilitado, ya que tiene su propiedad alrededor de la segunda fracción de la parcela de Francisca Banda Valenzuela, que quiere apropiarse. Aunado a que la Procuraduría Agraria en Sonora sigue dando largas a una queja y le ha demorado –por no decir negado– la asesoría legal y representación. En los archivos del Módulo de Riego número 10, el nombre del usuario del padrón de riego negado a la ejidataria por tantos años está a nombre de David Rochín Ley.

Al parecer no existe voluntad para que la Procuraduría Agraria haga su trabajo y esclarezca por qué David Rochín Ley ha usufructuado la tierra ajena por tantos años y, sobre todo, haga lo necesario para que la actual titular de los derechos agrarios de esta parcela, la indígena yoreme mayo Francisca Banda Valenzuela se le respeten y la ley y el Estado hagan valer el certificado parcelario 000000033707 que está a su nombre.

A finales de abril, cansados de tanta injusticia y con la idea de destrabar este agravio, los ejidatarios de Buaysiacobe se organizaron y con su presencia en el predio La Palma y la demanda colectiva de justicia, exigieron a David Rochín Ley, respondiera por estar despojando a Francisca Banda Valenzuela desde el fallecimiento de su esposo José Ángel Valencia en 1985. También acudió a la Procuraduría Agraria en Sonora en compañía de la directiva ejidal en turno, con sus documentos, para escuchar lo de siempre, que esa parcela no tenía padrón de usuario por ser la parte final del ejido.

Este es un caso testimonial de los abusos que existen en los ejidos del sur de Sonora, donde además del descarado despojo de tierras a los ejidatarios, se les forza a la venta de sus tierras o derechos ejidales a precios por demás injustos, dejando en la orfandad a los yoremes mayo, cuya razón de su existencia milenaria ha sido el arraigo a su territorio y el respeto a la naturaleza de la que forman parte.

Ojalá valga la pena y descanse por fin en paz Dolores Valencia Molina, quien por el deber de cumplirle a su amigo muerto en batalla en la revolución de 1910, se refugió en Buaysiacobe, poniendo a salvo a la familia de quien fuera abatido como soldado mexicano, siendo ambos indígenas Pima-Akimel Oóthan (gente del río) de Sonora.
Myrna Valencia Banda*
*Educadora y Concejala del Concejo Indígena de Gobierno por parte del pueblo yoreme-mayo de Cohuirimpo, Sonora

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