Buaysiacobe en
lengua yoreme significa: lugar donde crece el zacate lana. Como ejido,
Buaysiacobe (municipio de Etchojoa) tiene sus inicios en 1930 cuando,
organizados por líderes del gobierno mexicano y uno que otro indígena,
más de 200 hombres y una docena de mujeres empezaron desmontar, sembrar y
cuidar cerca de 6 mil hectáreas. Inicialmente todos eran yoleme o
yoreme, “el que respeta”, como nos llamamos a nosotros mismos, aunque el
resto de la gente nos conozca como indígenas mayo.
Para el 6 de enero de 1939, el
presidente de la República Lázaro Cárdenas vino a decirles: “Esta tierra
ya es de ustedes” a 217 yoremes (208 hombres y 9 mujeres), 28 agraciados (los que recibieron, en este caso, tierras, sin haber trabajado para merecerla) y 38 ingresantes,
éstos últimos quienes vinieron desde la sierra de Álamos y de las
comunidades yaquis –hermanos de los mayos–, y a todos se les recibió de
lo mejor compartiendo con ellos el territorio propio, su casa, ahora con
el pomposo nombre de parcela ejidal. La siguiente década fue de más
trabajo, búsqueda de apoyos y socios poderosos que les ayudaran a cuenta
de dos o tres cosechas a terminar de desmontar.
Para 1951 los 283 ejidatarios,
recibieron sus documentos y empezaron a cosechar los frutos del esfuerzo
de haber perseverado, se maravillaban de lo que obtenían cada ciclo
agrícola, y así las penurias de ser yoreme iban quedando lejos,
cubiertas con la algarabía de la trilla y el pago del trabajo familiar
encabezado por cada jefe de familia, dueños cada uno de 20 hectáreas de
cultivo, posesión que les hacía dueños de un patrimonio de sustento
para heredar a su progenie; en una parte importantísima del Valle del
Mayo, cuyo río del mismo nombre abasteció de agua las tierras tan ricas
que, a la fecha, son todavía parte del motivo de acoso y despojo por
parte de los modernos latifundistas.
Ya con los “papeles” de la tierra todo
marchó muy bien, no faltaba quien ganaba más que otro, pero había
aceptación y hasta felicidad; este gusto duró menos de lo imaginado. En
1992 les fue anunciado que el gobierno tan justo y tan bueno quería
igualdad y que ahora les traería nuevos títulos que les permitiría
vender la tierra y no tener que aguantar al vecino y a los rateros y a
nadie. La identidad yoreme, medio dormida, todavía anunciaba su regreso,
pero nadie lo advirtió pues una nube de ilusión invadía el ejido.
Hay razones de sobra para saber que
había todo un plan armado, pues inició la etapa del “rentismo”:
llovieron los agricultores ofreciendo dinero a manos llenas, hasta
parecía que era a cambio de ningún esfuerzo. Los “inversionistas” desde
entonces vienen una y otra y otra vez, hasta que consideran haber
soltado algo significativo a cuenta de renta y les dicen que ya la
tierra estaba pagada, o con una cantidad igual a la deuda, ellos
amablemente comprarían la tierra o exigían el pago inmediato de lo
prestado. De esta manera, perdieron sus tierras los antiguos habitantes
de El Rincón Verde, donde la prosperidad crecía a la par que la
vegetación y el pasto para sus pequeños hatos de ganado de subsistencia
alrededor de la laguna que, cada que tiempo, pues aún tiene memoria,
recibe agua y acaba con casas y demás, recordándole a la gente de
Buaysiacobe, quiénes son y lo que ha sido de sus vidas.
A más de 100 años de su fundación, la
comunidad de Buaysiacobe hecha ejido a mediados del siglo XX, cuenta con
cerca de 5 mil habitantes, sin contar quienes cada verano migran a la
costa de Hermosillo o Caborca y ya no regresan, o los que se fueron un
día a las fábricas de la frontera del estado o a las de Baja California y
los que cruzaron “pa’l otro lado” los menos, pero que todavía dicen kaita tomi (no hay dinero) buite buite (apúrate, apúrate); inapo enchi watia (te quiero), por mencionar algunas expresiones en nuestro idioma originario.
Los primeros habitantes de Buaysiacobe
se asentaron alrededor de la laguna, provenientes principalmente de las
congregaciones del pueblo de San Pedro –que, por cierto, fue despojado
en 1994 de su título como unos de los ocho Pueblos Mayos de Sonora–,
otros más que bajaron del legendario cerro del Bayajorit a cuyos
habitantes salvó de morir ahogados en una tremenda inundación. Era
entonces una comunidad con un futuro promisorio, más aún con la tierra
que se les otorgó como ejido. ¿Qué ha sido de ese sueño? Habría que
preguntarles a los ricos, pues los yoremes, los ejidatarios, los
verdaderos dueños de la tierra vivimos esperando a que se nos regrese la
ilusión, la justicia y el sueño de ser un pueblo próspero.
A algunos de ellos les arrebataron 10
hectáreas, pero el comprador siembra 12 o más y sólo les deja 8
hectáreas o menos para rentar y poder mal comer. A otros más les
compraron a conveniencia donde se le hizo bueno al rico y les negoció a
cambio de tierra con otro ejidatario, pero todos esos arreglos se
hicieron sólo de palabra.
Por otra parte, las instituciones de
atención a los indígenas han destrozado la infraestructura de servicios
básicos. Y a la gente que sobrevive del jornal campesino no le queda ni
tiempo ni dinero para organizarse; menos, para iniciar la búsqueda de
justicia. Además, si confía a las autoridades agrarias, sólo les hacen
dar vueltas llevando copias y más copias de sus documentos y papeles
sin resultado alguno. Se termina la administración ejidal cada 3 años y,
al llegar otros, hay que iniciar el proceso de nuevo. Mientras tanto,
como la planta en tierra pobre, las familias se reproducen con presteza,
pues el mundo se acaba para ellos antes que el de los yoris
(hombre blanco), ellos tienen la tierra, el dinero y las influencias
para comprar a las instituciones y apoyar el despojo de quienes conocen
el secreto de la supervivencia humana: los pueblos y comunidades
indígenas y sus congregaciones, llámese grupos de gente o ejidos.
La geografía que tenemos la dicha de habitar y vivir como in kaari
(mi casa), que en la cultura mestiza se conoce como “hábitat” o nuestro
territorio, en general ayudó al yoreme a subsistir y más que eso a
persistir hasta nuestros días.
En 1917, después
de servir a las fuerzas revolucionarias, Dolores Valencia Molina llegó a
vivir a los campos de Buaysiacobe, del municipio de Etchojoa, Sonora,
como jornalero de los acaudalados de entonces. También vendía leña a sus
vecinos, mientras su esposa, María Luz Arenas, se dedicaba a fabricar
utensilios, con el barro que obtenía del cerro de Babucawi (en mayo:
cerro donde hay barro o lodo para hacer cerámica). Así lo encontró el
movimiento de lucha por la tierra.
En 1939 se fundó el ejido de
Buaysiacobe, con más de 6 mil 600 hectáreas y 283 ejidatarios. Al
recibir la tierra tuvo que trasladarse a ocupar su espacio
correspondiente en el pueblo, donde siguió trabajando, esta vez
acarreando agua de los pozos a las familias, pues no había agua potable y
él era un hombre de gran complexión y fuerza. La gente, hasta la fecha,
lo recuerda como un gigante de manos y pies muy grandes, a quien mi
madre –niña aún–, Francisca Banda Valenzuela, le temía.
La mayoría de los ejidatarios hacían
producir sus 20 hectáreas, salvo Dolores Valencia Molina que, cuando
todos sembraban sus tierras, él seguía subsistiendo de la leña que le
daba parte de su terreno, donde vivió con su familia, en el cerro
Babukawi conocido también como “El Cerrito”, por ser el más pequeño de
los cercanos al ejido Buaysiacobe; así fue como se le respetó su hogar,
situándose justamente al extremo sur del terreno del ejido. De esa forma
transcurrió su vida.
En 1962, José Ángel Valencia Zamora,
bisnieto registrado por Dolores Valencia Molina, acordó con el señor
David Rochín Ley desmontar las más de 20 hectáreas en la fracción
8-95-88.85 hectáreas, quien se cobró sembrando por un tiempo acordado y
posteriormente siguió sembrando a cuenta de renta. Cuando José Ángel
Valencia Zamora acudió a las autoridades del Módulo de Riego para el
empadronamiento de su tierra de siembra la respuesta fue que “no podía
tener padrón” por ser el último pedazo de tierra y lo separaba del resto
del ejido el dren que aún funciona. No obstante, se tiene copia de un
documento con fecha de 1982 donde él y las autoridades ejidales
solicitan el Padrón de Usuario de Riego a la entonces Secretaría de
Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH).
Al fallecer José Ángel Valencia Zamora,
su esposa Francisca Banda Valenzuela recibe la tierra y empieza
nuevamente a tratar a David Rochín Ley, de quien refiere nunca ha
recibido trato humano y no recuerda haber firmado contrato de renta,
salvo en una ocasión porque su secretaria, llorando, le suplicó firmar
un contrato sin llenar, pues de negarse ella sería despedida. A la
decisión de no rentar más su parcela, se hizo caso omiso y sembró el
ciclo pasado sin pagar un solo peso, lo cual quiso repetir este año,
pero le fue impedido ya que los ejidatarios frenaron la trilla, hasta
que pagó ante el Ministerio Público del estado de Sonora la renta por
las dos últimas cosechas.
El despojo se ha facilitado, ya que
tiene su propiedad alrededor de la segunda fracción de la parcela de
Francisca Banda Valenzuela, que quiere apropiarse. Aunado a que la
Procuraduría Agraria en Sonora sigue dando largas a una queja y le ha
demorado –por no decir negado– la asesoría legal y representación. En
los archivos del Módulo de Riego número 10, el nombre del usuario del
padrón de riego negado a la ejidataria por tantos años está a nombre de
David Rochín Ley.
Al parecer no existe voluntad para que
la Procuraduría Agraria haga su trabajo y esclarezca por qué David
Rochín Ley ha usufructuado la tierra ajena por tantos años y, sobre
todo, haga lo necesario para que la actual titular de los derechos
agrarios de esta parcela, la indígena yoreme mayo Francisca Banda
Valenzuela se le respeten y la ley y el Estado hagan valer el
certificado parcelario 000000033707 que está a su nombre.
A finales de abril, cansados de tanta
injusticia y con la idea de destrabar este agravio, los ejidatarios de
Buaysiacobe se organizaron y con su presencia en el predio La Palma y la
demanda colectiva de justicia, exigieron a David Rochín Ley,
respondiera por estar despojando a Francisca Banda Valenzuela desde el
fallecimiento de su esposo José Ángel Valencia en 1985. También acudió a
la Procuraduría Agraria en Sonora en compañía de la directiva ejidal en
turno, con sus documentos, para escuchar lo de siempre, que esa parcela
no tenía padrón de usuario por ser la parte final del ejido.
Este es un caso testimonial de los
abusos que existen en los ejidos del sur de Sonora, donde además del
descarado despojo de tierras a los ejidatarios, se les forza a la venta
de sus tierras o derechos ejidales a precios por demás injustos, dejando
en la orfandad a los yoremes mayo, cuya razón de su existencia
milenaria ha sido el arraigo a su territorio y el respeto a la
naturaleza de la que forman parte.
Ojalá valga la pena y descanse por fin
en paz Dolores Valencia Molina, quien por el deber de cumplirle a su
amigo muerto en batalla en la revolución de 1910, se refugió en
Buaysiacobe, poniendo a salvo a la familia de quien fuera abatido como
soldado mexicano, siendo ambos indígenas Pima-Akimel Oóthan (gente del
río) de Sonora.
Myrna Valencia Banda**Educadora y Concejala del Concejo Indígena de Gobierno por parte del pueblo yoreme-mayo de Cohuirimpo, Sonora
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