miércoles, 9 de julio de 2014

Peña Nieto y la Academia de Letrán

PEÑA NIETO Y LA ACADEMIA DE LETRÁN
Por Martín Vélez
Ahora que soplan vientos de censura, ahora que desde el gobierno se pretenden amordazar las comunicaciones entre ciudadanos, sobre todo las realizadas vía internet, conviene recordar aquella tarde noche de aquel jueves de mediados del siglo XIX, en la que se hallaba reunida la Academia de Letrán, muy cerquita de donde desde entonces ya estaba el Palacio de los Azulejos.
Antecedente directa de lo que hoy es la Academia Mexicana de la Lengua, la Academia de Letrán reunía a lo más granado del mundo literario de la época. Daba cobijo ese antro del saber tanto a liberales como conservadores, siempre que compartieran el gusto y el celo por las letras, ya fueran éstas puestas en verso o en prosa.
El requisito de ingreso a la Academia era sólo uno: presentar un trabajo escrito y someterlo a la crítica, a veces despiadada, de los académicos reunidos. Fundada entre otros por un jovenzuelo llamado Guillermo Prieto, la Academia de Letrán era presidida por el insigne Andrés Quintana Roo, anciano ya, prócer de la Independencia y viudo de Leona Vicario. Una vez don Andrés recorrió casi todo lo que hoy es el Centro Histórico de la Ciudad de México para presentarse en la Academia “a ver que estaban haciendo sus muchachos”. Pues resultó que sus muchachos lo nombraron presidente ad perpetuam de la tal Academia de Letrán. Don Andrés, encorvado ya por los años, ha de haber dicho: “si pude con la Vicario, que era muy Leona, con más razón podré presidir a mis muchachos”.
La tarde de aquel jueves sería recordada en los libros porque en ella hizo su presentación en sociedad un altivo indio, moreno tanto o más que Juárez o que Altamirano, que presentaba en esa tarde su trabajo de admisión a la Academia. El indio aquel extrajo de su saco un bonche de papeles, arrugados, de todos colores y tamaños; en ellos llevaba escrito su ensayo, del que sólo pudo leer el título: “No hay Dios”.
En el lenguaje técnico del Perro Bermudez diremos que cuando Ignacio Ramírez, el Nigromante, leyó el título de su trabajo se armó la rebambaramba. Tuya, tenla, mía, te la presto. Cual balón de fut en el área chica, la palabra volaba arrebatada por todos. ¿Cómo se le ocurría a ese pinche indio venir a negar la existencia de Dios? ¡No! Gritaba la mayoría, en ese lugar de expansión del conocimiento no se podía permitir tal afrenta. Pero había también los alegaban en favor de permitirle la lectura a quien en años posteriores llegaría a ser el más brillante entre una generación de liberales brillantes, el más liberal de los liberales: Ignacio Ramírez, el Nigromante.
Entonces, lentamente, se puso de pie don Andrés Quintana Roo. Enderezó un poco su encorvada figura, apoyado en el bastón. A manera de sentencia que puso fin a la agitada discusión, don Andres pronunció una frase que debiera ser fundida en letras de oro: “Yo no presido donde hay mordaza”. Así dijo el viejito cabrón, y entonces el Nigromante pudo retomar el curso de su lectura: “No hay Dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos…”
“Yo no presido donde hay mordaza”. Cien planas, o mejor mil, deberían escribir con esta frase los politipuercos que ahora pretenden amordazar las cibernéticas redes sociales, que se han vuelto dolor de cabeza para políticos farolones, acostumbrados a que los medios tradicionales de comunicación repitan sus mentiras, en un minuto, las mil veces soñadas por Goebbels.

Frente a la gran mayoría de los políticos de la actualidad, descritos mejor que nadie por Paquita la del Barrio: ¿Me están oyendo, inútiles?, se alza, inmensa, la estatura de aquellos hombres y mujeres que definieron a México: los que formaron la generación de La Reforma.

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